A la memoria le
encanta salir de
caza en la oscuridad
La memoria, la mía al menos, se comporta a menudo como un animal salvaje y antagónico, siempre hace lo que le da la gana. Cuando pretendo recordar algo y le pido que me socorra, no me hace ni caso, me he visto mil veces en blanco, frente a la pantalla del móvil, incapaz de introducir un código PIN que el hábito ha sumergido en el olvido. Y la memoria no me ayuda, no, hace lo que ella quiere. La cago, lo acabo introduciendo mal y luego tengo que enfrentarme a un infierno burocrático para recuperar el código PUK. Es que hace lo que quiere, de verdad, mi memoria. Otras veces, en cambio, en momentos tensos y cruciales, me pilla por sorpresa y me avasalla con las ideas más debilitantes. Como cuando tienes que cruzar el arco de seguridad en los aeropuertos y enfrentarte a la mirada depredadora de los agentes de seguridad. Me considero una persona moralmente digna, pero justo en ese instante, justo antes de cruzar el arco, mi memoria se encarga de obsequiarme con un inventario riguroso de todos los males que he cometido en mi vida: aquella vez que robé una tableta chocolate en el súper, sólo por diversión, aquellas pintadas que hice una noche en la pared de enfrente de casa, todas y cada una de las ocasiones en las que he mentido a mi madre… Y todo esto sucede en menos de una milésima de segundo, así que antes de cruzar el arco, mi memoria ya me ha transformado en el enemigo público número uno, en la amenaza a combatir. Y claro, estas cosas se huelen, la culpa apesta y siempre, siempre, me acaba tocando someterme a alguna rutina de inspección extra. No, no he estado en contacto con explosivos en las últimas veinticuatro horas, sí los envases de líquidos que llevo cumplen con el reglamento de seguridad de la Unión Europea, claro, ahora mismo me descalzo. Disculpe eh señor agente, yo soy buen tío, es sólo esta memoria, ya sabe, nunca se sabe.
He intentado ponerle remedio, he intentado domesticarla. He meditado durante años para tratar de frenarles los pies a los recuerdos. O… Espera; ¿Han sido años? ¿O meses? Ahora mismo no estoy seguro. Es igual, la cuestión es que me estoy esforzando por intentar que cooperemos; el otro día me compré un libro de mnemotecnia en el que se describen diversas técnicas para mejorar la capacidad de memoria. Uno de los ejercicios consistía en proyectar un edificio en tu cabeza, construirlo sobre los cimientos de tu psique y atribuir a cada una de las habitaciones y objetos dentro de ellas distintos recuerdos, de forma que cuando pasees por el edificio los recuerdos estén ahí bien dispuestos y listos para ser usados. Así que lo hice, pasé semanas diseñando el edificio, amueblando los espacios, decorando las habitaciones y atribuyendo a cada rincón anécdotas de mi pasado, contraseñas de cuentas bancarias, cumpleaños de familiares y demás piezas de información que considero de utilidad. Durante unas semanas pareció que la memoria y yo por fin nos entendíamos, se sentía a gusto en el edificio y creo que su forma de recompensar mi esfuerzo fue dejándome en paz por las noches. Al meterme en la cama, ya no me asaltaban ni me impedían dormir todos aquellos recuerdos asfixiantes sobre decisiones erróneas, oportunidades desperdiciadas y demás fantasmas. Durante esas semanas tranquilas mi memoria se volvió mansa y se acostumbró a las rutinas domésticas, la verdad es que aquello fue todo un éxito. Y, como decía, todo fue bien durante aquellos días, pero hoy, justamente hoy, me encuentro de nuevo con un problema. Esta tarde iba a entrar en el edificio buscando no sé qué que tengo que hacer mañana, he atravesado el jardín frontal en el que almaceno los recuerdos de infancia, he seguido el rellano de hormigón que conduce hasta la puerta de la entrada, y al llegar, he comprobado, para mi desesperación, que he perdido las llaves. No tengo ni idea de dónde están, las he buscado por todas partes y no aparecen. He probado a entrar por la puerta del porche trasero pero tampoco está abierta. No sé dónde puedo haberlas metido, no consigo recordarlo. Estaría algo más tranquilo si no las hubiera perdido precisamente ahora, a estas horas. Son las ocho de la tarde, y está anocheciendo. ◊
A la memoria le
encanta salir de
caza en la oscuridad
Divago sobre mi memoria a partir de una cita
de Hambre de realidad, de David Shields
La memoria, la mía al menos, se comporta a menudo como un animal salvaje y antagónico, siempre hace lo que le da la gana. Cuando pretendo recordar algo y le pido que me socorra, no me hace ni caso, me he visto mil veces en blanco, frente a la pantalla del móvil, incapaz de introducir un código PIN que el hábito ha sumergido en el olvido. Y la memoria no me ayuda, no, hace lo que ella quiere. La cago, lo acabo introduciendo mal y luego tengo que enfrentarme a un infierno burocrático para recuperar el código PUK. Es que hace lo que quiere, de verdad, mi memoria. Otras veces, en cambio, en momentos tensos y cruciales, me pilla por sorpresa y me avasalla con las ideas más debilitantes. Como cuando tienes que cruzar el arco de seguridad en los aeropuertos y enfrentarte a la mirada depredadora de los agentes de seguridad. Me considero una persona moralmente digna, pero justo en ese instante, justo antes de cruzar el arco, mi memoria se encarga de obsequiarme con un inventario riguroso de todos los males que he cometido en mi vida: aquella vez que robé una tableta chocolate en el súper, sólo por diversión, aquellas pintadas que hice una noche en la pared de enfrente de casa, todas y cada una de las ocasiones en las que he mentido a mi madre… Y todo esto sucede en menos de una milésima de segundo, así que antes de cruzar el arco, mi memoria ya me ha transformado en el enemigo público número uno, en la amenaza a combatir. Y claro, estas cosas se huelen, la culpa apesta y siempre, siempre, me acaba tocando someterme a alguna rutina de inspección extra. No, no he estado en contacto con explosivos en las últimas veinticuatro horas, sí los envases de líquidos que llevo cumplen con el reglamento de seguridad de la Unión Europea, claro, ahora mismo me descalzo. Disculpe eh señor agente, yo soy buen tío, es sólo esta memoria, ya sabe, nunca se sabe.
He intentado ponerle remedio, he intentado domesticarla. He meditado durante años para tratar de frenarles los pies a los recuerdos. O… Espera; ¿Han sido años? ¿O meses? Ahora mismo no estoy seguro. Es igual, la cuestión es que me estoy esforzando por intentar que cooperemos; el otro día me compré un libro de mnemotecnia en el que se describen diversas técnicas para mejorar la capacidad de memoria. Uno de los ejercicios consistía en proyectar un edificio en tu cabeza, construirlo sobre los cimientos de tu psique y atribuir a cada una de las habitaciones y objetos dentro de ellas distintos recuerdos, de forma que cuando pasees por el edificio los recuerdos estén ahí bien dispuestos y listos para ser usados. Así que lo hice, pasé semanas diseñando el edificio, amueblando los espacios, decorando las habitaciones y atribuyendo a cada rincón anécdotas de mi pasado, contraseñas de cuentas bancarias, cumpleaños de familiares y demás piezas de información que considero de utilidad. Durante unas semanas pareció que la memoria y yo por fin nos entendíamos, se sentía a gusto en el edificio y creo que su forma de recompensar mi esfuerzo fue dejándome en paz por las noches. Al meterme en la cama, ya no me asaltaban ni me impedían dormir todos aquellos recuerdos asfixiantes sobre decisiones erróneas, oportunidades desperdiciadas y demás fantasmas. Durante esas semanas tranquilas mi memoria se volvió mansa y se acostumbró a las rutinas domésticas, la verdad es que aquello fue todo un éxito. Y, como decía, todo fue bien durante aquellos días, pero hoy, justamente hoy, me encuentro de nuevo con un problema. Esta tarde iba a entrar en el edificio buscando no sé qué que tengo que hacer mañana, he atravesado el jardín frontal en el que almaceno los recuerdos de infancia, he seguido el rellano de hormigón que conduce hasta la puerta de la entrada, y al llegar, he comprobado, para mi desesperación, que he perdido las llaves. No tengo ni idea de dónde están, las he buscado por todas partes y no aparecen. He probado a entrar por la puerta del porche trasero pero tampoco está abierta. No sé dónde puedo haberlas metido, no consigo recordarlo. Estaría algo más tranquilo si no las hubiera perdido precisamente ahora, a estas horas. Son las ocho de la tarde, y está anocheciendo. ◊