GEOPOÉTICA
DEL SÚPER
Cerca de mi casa hay tres supermercados, uno de los tres no me suscita interés más allá de ciertas cuestiones logísticas; es el más grande y el que ofrece mayor variedad de productos, acudo a este cuando necesito comprar algo muy específico que no encontraré en franquicias más modestas. Luego están los otros dos, en función de mi estado de ánimo me suelo decantar por uno u otro. Reflexiono un segundo; ¿Tiene sentido tiene que tu estado de ánimo influya en tu elección de supermercados? Lo tiene. Vaya si lo tiene.
El Supermercado No.1 al que me fuerzo a ir habitualmente es el que considero correspondiente al universo de las personas eficaces, puedo acudir a él cuando no hay en mí el menor rastro de duda sobre mi pertenencia a ese estrato social y confío en mi capacidad para desenvolverme sin titubeos ni vacilaciones. Para acercarme ahí a comprar también es imprescindible que esté algo distanciado de mi inclinación paranoica habitual, de lo contrario, si mi predisposición a la demencia es mínima, me encuentro, nada más cruzar el umbral de la entrada, esbozando en mi mente una suerte de entidad abstracta (suelo imaginar una especie de junta directiva repleta de hombres trajeados) contra la que siento la obligación de competir por la orientación de mis deseos. La necesidad de reafirmarme como influencia soberana y exclusiva de mis antojos me supone bastante desgaste; en un mal día, me convierto en un simple espectador de mis propias excentricidades para evitar improbables artimañas marketinianas y me encuentro monitorizándome hasta la extenuación para estar completamente seguro de que los productos que compro los he escogido yo y no esa abstracción intangible de hombres trajeados que trata de colonizar mi hemisferio derecho. A pesar de que esta situación resulta incómoda, hay también algo de juego en ello, algo de admiración rival. El incordio real no son las estrategias oblicuas de manipulación, lo verdaderamente fastidioso es cuando el nivel es bajo, cuando tengo que aceptar, por ejemplo, que me infantilicen a través de un hilo musical de jingles machacones que pretenden ilustrarme sobre las ventajas económicas que implica estar comprando precisamente en este, el Supermercado No.1, y no en otro.
Dejando la pugna neurótica a un lado, el Supermercado #01 también requiere que disponga una gran flexibilidad emocional. Se da la circunstancia de que este súper lo frecuenta un escritor que admiro, Agustín Fernández Mallo, y un día que yo contaba con una autoestima que ahora solo puedo tachar de temeraria, le abordé para comentarle lo genial que me parecía su trabajo. La interacción fue bien, él se mostró cordial y hasta simpático, aunque sin dar muestras de adhesión emocional —¿Qué esperaba yo, exactamente, de todo aquello?—. La cuestión es que ahora no sé a qué nivel de afiliación nos situó aquella conversación, por lo que si voy a ese súper debo estar preparado para un hipotético reencuentro, y debo calcular, en función de mi disposición emocional, o bien posibles temas de conversación a tratar o bien maniobras plausibles de escaqueo que me hagan parecer alguien ocupado y me permitan eludir el potencial desencontronazo social.
"Me veo obligado a estar a la altura de esta ficción en la cual mi vida es muy obrera y muy dura y contra más alargo esta historia más desprecio siento hacia mí mismo"
Evidentemente, interactuar con escritores en el Supermercado No.1 no es la tónica habitual, lo habitual es toda la retahíla de empleados que ya me consideran un fijo y con los cuales yo me siento en deuda solo porque conocen mi nombre de pila o porque saben que soy el único que compra gazpacho Alvalle en cantidades industriales durante el invierno. Llegados a este punto podría mentir y manifestar que soy una persona exquisitamente empática, pero nada más lejos de la realidad. Si tuviera el valor necesario cruzaría los pasillos ignorando todos y cada uno de los trabajadores, pero la cuestión es que hay un particular nudo en mi interior que me obliga a ceder a una subordinación total en cada una de las interacciones sociales protocolarias a las que me expongo.
Con la única persona con la que quizá he establecido una relación más cercana es con una cajera en particular, que la verdad es que me cae bastante bien, el único problema es que siento que nuestra relación se ha cimentado sobre una serie de mentiras cautelosamente diseñadas por mi parte. El día que que intimamos más allá de las formalidades, yo le hablé un poco sobre mi trabajo al que tenía que volver después de comer y me encargué de que pareciera que éste era mucho más duro de lo que es en realidad porque me sentía hiperculpabilizado de mis privilegios y mis obligaciones laborales ridículamente burguesas e insignificantes en comparación con el tedio infernal que constituía su día a día. Cada vez que nos vemos me veo obligado a estar a la altura de esta ficción en la cual mi vida es muy obrera y muy dura y contra más alargo esta historia más desprecio siento hacia mí mismo porque, precisamente, toda esta situación denota una actitud profundamente condescendiente y, paradójicamente, clasista en mi trato hacia ella. Sé que sonará algo estúpido e ingenuo pero lo único que me preocupaba era parecer una buena persona, y ahora cada vez que me toca pagar lo tengo que hacer dos veces, en términos económicos, por la compra, y emocionales, por la culpa.
Y hablando de culpa —de la cual me podría considerar el rey indiscutible—; dicen que enfrentarse al ocio puede a veces ser infinitamente más complicado que encarar el deber y me gustaría constatarlo. En el Supermercado No.1 no solo me enfrento a los estragos que causan mis deficiencias sociales, también me expongo a una suerte de ociosidad errática y extenuante. Tengo que estar preparado, por ejemplo, para aceptar los ilógicos delirios de grandeza que me sobrevienen de imprevisto, como esa superioridad moral pringosa que me invade cuando estoy registrando en caja la compra más saludable que he realizado en meses y compruebo que la persona que me sucede de dispone a pagar por una lata de Coca-Cola y un paquete de Donettes Nevados. O como cuando me apetece sentirme espléndido y derrochador y deambulo por los pasillos con aire de flâneur borracho de posibilidades y me entrego a episodios aleatorios de autoindulgencia, por ejemplo comprando todo tipo de especias que no tengo ni idea de cómo pienso utilizar, simplemente porque disfruto del electrizante y anecdótico poder de elección.
Las exigencias que implica acercarme a comprar al Supermercado No.1 no son pocas. Así que los días que todo me supone demasiado trabajo me dirijo al Supermercado No.2. Jonathan Franzen comentó una vez que “Hay días tan malos que sólo su empeoramiento, sólo un descenso hacia una orgía absoluta de maldad, puede redimirlos”, y algo así es lo que busco los días en que acudo a este Supermercado No.2, pero eso ya lo dejo para otro día.◊
GEOPOÉTICA
DEL SÚPER
Cerca de mi casa hay tres supermercados, uno de los tres no me suscita interés más allá de ciertas cuestiones logísticas; es el más grande y el que ofrece mayor variedad de productos, acudo a este cuando necesito comprar algo muy específico que no encontraré en franquicias más modestas. Luego están los otros dos, en función de mi estado de ánimo me suelo decantar por uno u otro. Reflexiono un segundo; ¿Tiene sentido tiene que tu estado de ánimo influya en tu elección de supermercados? Lo tiene. Vaya si lo tiene.
El Supermercado No.1 al que me fuerzo a ir habitualmente es el que considero correspondiente al universo de las personas eficaces, puedo acudir a él cuando no hay en mí el menor rastro de duda sobre mi pertenencia a ese estrato social y confío en mi capacidad para desenvolverme sin titubeos ni vacilaciones. Para acercarme ahí a comprar también es imprescindible que esté algo distanciado de mi inclinación paranoica habitual, de lo contrario, si mi predisposición a la demencia es mínima, me encuentro, nada más cruzar el umbral de la entrada, esbozando en mi mente una suerte de entidad abstracta (suelo imaginar una especie de junta directiva repleta de hombres trajeados) contra la que siento la obligación de competir por la orientación de mis deseos. La necesidad de reafirmarme como influencia soberana y exclusiva de mis antojos me supone bastante desgaste; en un mal día, me convierto en un simple espectador de mis propias excentricidades para evitar improbables artimañas marketinianas y me encuentro monitorizándome hasta la extenuación para estar completamente seguro de que los productos que compro los he escogido yo y no esa abstracción intangible de hombres trajeados que trata de colonizar mi hemisferio derecho. A pesar de que esta situación resulta incómoda, hay también algo de juego en ello, algo de admiración rival. El incordio real no son las estrategias oblicuas de manipulación, lo verdaderamente fastidioso es cuando el nivel es bajo, cuando tengo que aceptar, por ejemplo, que me infantilicen a través de un hilo musical de jingles machacones que pretenden ilustrarme sobre las ventajas económicas que implica estar comprando precisamente en este, el Supermercado No.1, y no en otro.
Dejando la pugna neurótica a un lado, el Supermercado #01 también requiere que disponga una gran flexibilidad emocional. Se da la circunstancia de que este súper lo frecuenta un escritor que admiro, Agustín Fernández Mallo, y un día que yo contaba con una autoestima que ahora solo puedo tachar de temeraria, le abordé para comentarle lo genial que me parecía su trabajo. La interacción fue bien, él se mostró cordial y hasta simpático, aunque sin dar muestras de adhesión emocional —¿Qué esperaba yo, exactamente, de todo aquello?—. La cuestión es que ahora no sé a qué nivel de afiliación nos situó aquella conversación, por lo que si voy a ese súper debo estar preparado para un hipotético reencuentro, y debo calcular, en función de mi disposición emocional, o bien posibles temas de conversación a tratar o bien maniobras plausibles de escaqueo que me hagan parecer alguien ocupado y me permitan eludir el potencial desencontronazo social.
"Me veo obligado a estar a la altura de esta ficción en la cual mi vida es muy obrera y muy dura y contra más alargo esta historia más desprecio siento hacia mí mismo"
Evidentemente, interactuar con escritores en el Supermercado No.1 no es la tónica habitual, lo habitual es toda la retahíla de empleados que ya me consideran un fijo y con los cuales yo me siento en deuda solo porque conocen mi nombre de pila o porque saben que soy el único que compra gazpacho Alvalle en cantidades industriales durante el invierno. Llegados a este punto podría mentir y manifestar que soy una persona exquisitamente empática, pero nada más lejos de la realidad. Si tuviera el valor necesario cruzaría los pasillos ignorando todos y cada uno de los trabajadores, pero la cuestión es que hay un particular nudo en mi interior que me obliga a ceder a una subordinación total en cada una de las interacciones sociales protocolarias a las que me expongo.
Con la única persona con la que quizá he establecido una relación más cercana es con una cajera en particular, que la verdad es que me cae bastante bien, el único problema es que siento que nuestra relación se ha cimentado sobre una serie de mentiras cautelosamente diseñadas por mi parte. El día que que intimamos más allá de las formalidades, yo le hablé un poco sobre mi trabajo al que tenía que volver después de comer y me encargué de que pareciera que éste era mucho más duro de lo que es en realidad porque me sentía hiperculpabilizado de mis privilegios y mis obligaciones laborales ridículamente burguesas e insignificantes en comparación con el tedio infernal que constituía su día a día. Cada vez que nos vemos me veo obligado a estar a la altura de esta ficción en la cual mi vida es muy obrera y muy dura y contra más alargo esta historia más desprecio siento hacia mí mismo porque, precisamente, toda esta situación denota una actitud profundamente condescendiente y, paradójicamente, clasista en mi trato hacia ella. Sé que sonará algo estúpido e ingenuo pero lo único que me preocupaba era parecer una buena persona, y ahora cada vez que me toca pagar lo tengo que hacer dos veces, en términos económicos, por la compra, y emocionales, por la culpa.
Y hablando de culpa —de la cual me podría considerar el rey indiscutible—; dicen que enfrentarse al ocio puede a veces ser infinitamente más complicado que encarar el deber y me gustaría constatarlo. En el Supermercado No.1 no solo me enfrento a los estragos que causan mis deficiencias sociales, también me expongo a una suerte de ociosidad errática y extenuante. Tengo que estar preparado, por ejemplo, para aceptar los ilógicos delirios de grandeza que me sobrevienen de imprevisto, como esa superioridad moral pringosa que me invade cuando estoy registrando en caja la compra más saludable que he realizado en meses y compruebo que la persona que me sucede de dispone a pagar por una lata de Coca-Cola y un paquete de Donettes Nevados. O como cuando me apetece sentirme espléndido y derrochador y deambulo por los pasillos con aire de flâneur borracho de posibilidades y me entrego a episodios aleatorios de autoindulgencia, por ejemplo comprando todo tipo de especias que no tengo ni idea de cómo pienso utilizar, simplemente porque disfruto del electrizante y anecdótico poder de elección.
Las exigencias que implica acercarme a comprar al Supermercado No.1 no son pocas. Así que los días que todo me supone demasiado trabajo me dirijo al Supermercado No.2. Jonathan Franzen comentó una vez que “Hay días tan malos que sólo su empeoramiento, sólo un descenso hacia una orgía absoluta de maldad, puede redimirlos”, y algo así es lo que busco los días en que acudo a este Supermercado No.2, pero eso ya lo dejo para otro día.◊