Encontrarse
uno mismo,
esa paradoja
Más a menudo de lo que me gustaría admitir me asalta la angustiosa sospecha de que no tengo ni idea de cómo se supone que tendría que vivir mi vida. Cuando me siento superado por esta clase de neurosis acaricio la idea de abrir una fisura en la realidad o algo que se le parezca para intentar oxigenar mis sofocos. Acostumbro a pensar que sería la hostia poder conjurar una especie de orificio a través del cual espiar a la gente en la intimidad de su día a día para obtener algunas respuestas vitales —algo parecido a las Stories de Instagram pero restándole las horas de cosmética premeditada—. Como esta fantasía resulta molestamente impracticable, invierto una cantidad indecente de tiempo en leer como un poseso y en trazar esquemas y manuales de arquitectura interior con la esperanza de —ni que sea— apuntalar las parcelas más delicadas de mi cabeza.
Durante numerosos episodios de estudio me he entregado a la tarea de consultar informaciones de todo tipo, he leído a charlatanes y a eruditos, he prestado atención a ignorantes y —peor aún— a aquellos que se jactan de no serlo, he bebido de fuentes cuyo nivel de toxicidad oscila entre diversas graduaciones y me he topado con un consejo en particular que se podría ubicar en el ecuador de la senda filosófica —esto es, en el punto intermedio que surge de la distancia entre Mr. Wonderful y Heidegger—, una exhortación que, precisamente por ubicarse en ese inofensivo término medio, parece haber escapado al escrutinio de las sensibilidades más críticas: me refiero a la archiconocida consigna popular de Ser Uno Mismo.
Perpetuando mi afán obsesivo de intentar acondicionarme el espíritu, me gustaría diseccionar los mecanismos que operan tras la idea del Ser Uno Mismo:
La primera cuestión que resulta insólita respecto a la popularidad de la idea de Ser Uno Mismo no es el hecho de que sea un consejo algo manido o irritante, si no que es absurdo en un sentido curiosamente profundo. La expresión proviene de una traducción de un antiguo Koan, los Koan son parábolas ilógicas que un Maestro Zen plantea a su discípulo con la intención de sembrar en él “la gran duda”, es decir, de obligarle a trascender el pensamiento racional y conectar con su dimensión intuitiva para lograr un estado elevado de consciencia. Resulta intrigante que una idea que carece de sentido racional haya calado tan hondo en el imaginario popular occidental reciclada en forma de posters, tacitas y consejos bienintencionados previos a una eventual cita de Tinder.
Además, en segunda instancia, esta idea no es solo ilógica a nivel conceptual, también resulta terminalmente impracticable: Aunque se diese el supuesto de que uno sabe quién es, intentar actuar acorde a ello resultaría imposible, ya que en el instante mismo en el que alguien intentase ser genuino de forma proactiva estaría traicionándose por definición. Esta paradoja es insalvable aunque uno intente no intentarlo, pues ello no deja de ser otra forma de actuar.
Considerando la disfuncionalidad esencial que envuelve la retórica del Ser Uno Mismo, ¿cómo es posible que esta idea haya gozado de tanta difusión? Un posible motivo que nutre este fenómeno es la influencia que todavía ejercen las ideas del romanticismo sobre el imaginario popular; el arquetipo del artista trágico, genial e incorregiblemente espontáneo permea gran parte de las sensibilidades contemporáneas y nos empuja en masa al rastreo de nuestra genial individualidad, siempre elusiva y caprichosa, siempre a la vuelta de la esquina.
"Me he dedicado una indecente cantidad de tiempo a la obscena tarea de «encontrarme a mí mismo»"
Cautivados por la radiante promesa de nuestra eventual singularidad, vivimos bajo la premisa de que contra más nos sumergimos en nuestro propio Yo, más capaces somos de encontrar paisajes nuncas vistos, diferentes, especiales, y auténticos. Personalmente, a lo largo de mi corta existencia he renunciado a todo tipo de compromisos y he cultivado con recelo una alergia patológica a la intimidad por miedo a que mi identidad acabe diluída, me he dedicado una indecente cantidad de tiempo a la obscena tarea de “encontrarme a mí mismo” con la esperanza de capturar esa versión última, genial y actualizada que presupongo constituye mi Yo Esencial. Y bien, si algo he aprendido en mis maratones de introversión, es que esta idea, en realidad, funciona precisamente a la inversa. Creo que contra más te entregas a indagar en el Yo más te asimilas con los demás y descrubres, paradójicamente, tu propia universalidad. Recurriendo a una cita taoísta que socorre esta idea: “Si quires serlo todo, acepta ser parte”, es decir, renuncia a tu individualidad, olvídate de Ti Mismo, y serás mundo.
Cómo la mayoría de cosas bonitas que existen sobre la faz del planeta Tierra, esta idea es útil y elevada precisamente porque es ridículamente frágil; intentar poner en práctica esta noción a mi personalmente me supone una jodienda por dos motivos fundamentales: El primero es que soy un adicto empedernido a mi mismo y la verdad es que sentirme único y especial de vez en cuando todavía me resulta vergonzosamente excitante. El segundo es que renunciar a tu individualidad en una sociedad neoliberal y turbonarcisista supone, cuanto menos, una actividad arriesgada.
ME EXPLICO:
Llevo ya algunos años esforzándome por dejarme de lado a Mi Mismo y convertirme en alguien más empático, compremetido y amable, algo que, a priori, puede parecer un objetivo muy loable, aunque esto me enfrenta a un problema, y es que la gran mayoría gente no está acostumbrada a ser el blanco de afectos desinteresados (yo, el primero). Para ilustrar hasta qué punto me descoloca la amabilidad ajena pienso en un juego sádico que acostumbro a practicar con una buena amiga: la Batalla De Cumplidos, un ritual oscuro que llevamos a cabo cuando nos cabreamos supinamente, y que consiste básicamente en apuntar de forma sincera las virtudes y bondades que vemos en el otro. Si realmente queréis hundir a alguien, prodadlo, los efectos resultarán devastadores.
Vivimos en tiempos extraños en los que intentar tender puentes de cordialidad hacia los demás es una actividad arriesgada que será inspeccionada bajo lupa ante la sospecha de los grandes rebeldes románticos, aquellos que solo son capaces de estudiar su propia trayectoria en el vector de las sonrisas ajenas. Aquellos que miran con extrañamiento cualquier acto que no responde a la lógica del cultivo de la individualidad deslumbrante y que, paradójicamente, necesitan por encima de todo un calor ajeno que suelen tachar de cándido u ingenuo.
Y yo mismo no me libro de mis propias sospechas; ante mis esfuerzos por intentar dejar de lado mi rebeldía individualista, taciturna y adolescente, me descubro preguntándome si mis intenciones son sinceras del todo o están infestadas de expectativas narcisistas, si pretendo acercarme a los demás o solo estoy interpretando otra pose para avanzar en la competición sorda del Yo. Aunque procuro ahuyentar este tipo de suposiciones y aferrarme a la idea de que busco humanizarme de forma genuina, porque, sino, pa qué. Aunque esta supuesta castidad de mis intenciones sigue sin facilitarme la tarea: tratar de renunciar a tu individualidad hoy en día equivale a quedarte tirado en la cuneta de la autopista que conduce al santo grial contemporáneo: la autorealización romántica.
Hay días en los que siento que el esfuerzo por dejarme un poco de lado resulta agotador, me entran ganas de volver a mi adolescencia, a aquellos tiempos en los que creía que el mundo todavía me estaba en deuda y en los que tenía alguna clase de motivo para estar cabreado con el universo y arremeter contra él mediante los embistes de mi genialidad trasnochada. Otros días me asalta la firme creencia de que no debo avanzar acontecimientos, que ya me convertiré en un maestro Zen de aquí a algunos años cuando el momento sea apropiado. Cuando tengo esta clase de días en que más me cuesta posicionarme, en los que no encuentro una manera fluida y pacífica de relacionarme con mi yo, dejo la idea en stand-by y me sostengo en aquello que dijo Jung de que la primera mitad de la vida sirve para construir el ego, y, la segunda, para deshacerse de él. ◊
Encontrarse
uno mismo,
esa paradoja
Más a menudo de lo que me gustaría admitir me asalta la angustiosa sospecha de que no tengo ni idea de cómo se supone que tendría que vivir mi vida. Cuando me siento superado por esta clase de neurosis acaricio la idea de abrir una fisura en la realidad o algo que se le parezca para intentar oxigenar mis sofocos. Acostumbro a pensar que sería la hostia poder conjurar una especie de orificio a través del cual espiar a la gente en la intimidad de su día a día para obtener algunas respuestas vitales —algo parecido a las Stories de Instagram pero restándole las horas de cosmética premeditada—. Como esta fantasía resulta molestamente impracticable, invierto una cantidad indecente de tiempo en leer como un poseso y en trazar esquemas y manuales de arquitectura interior con la esperanza de —ni que sea— apuntalar las parcelas más delicadas de mi cabeza.
Durante numerosos episodios de estudio me he entregado a la tarea de consultar informaciones de todo tipo, he leído a charlatanes y a eruditos, he prestado atención a ignorantes y —peor aún— a aquellos que se jactan de no serlo, he bebido de fuentes cuyo nivel de toxicidad oscila entre diversas graduaciones y me he topado con un consejo en particular que se podría ubicar en el ecuador de la senda filosófica —esto es, en el punto intermedio que surge de la distancia entre Mr. Wonderful y Heidegger—, una exhortación que, precisamente por ubicarse en ese inofensivo término medio, parece haber escapado al escrutinio de las sensibilidades más críticas: me refiero a la archiconocida consigna popular de Ser Uno Mismo.
Perpetuando mi afán obsesivo de intentar acondicionarme el espíritu, me gustaría diseccionar los mecanismos que operan tras la idea del Ser Uno Mismo:
La primera cuestión que resulta insólita respecto a la popularidad de la idea de Ser Uno Mismo no es el hecho de que sea un consejo algo manido o irritante, si no que es absurdo en un sentido curiosamente profundo. La expresión proviene de una traducción de un antiguo Koan, los Koan son parábolas ilógicas que un Maestro Zen plantea a su discípulo con la intención de sembrar en él “la gran duda”, es decir, de obligarle a trascender el pensamiento racional y conectar con su dimensión intuitiva para lograr un estado elevado de consciencia. Resulta intrigante que una idea que carece de sentido racional haya calado tan hondo en el imaginario popular occidental reciclada en forma de posters, tacitas y consejos bienintencionados previos a una eventual cita de Tinder.
Además, en segunda instancia, esta idea no es solo ilógica a nivel conceptual, también resulta terminalmente impracticable: Aunque se diese el supuesto de que uno sabe quién es, intentar actuar acorde a ello resultaría imposible, ya que en el instante mismo en el que alguien intentase ser genuino de forma proactiva estaría traicionándose por definición. Esta paradoja es insalvable aunque uno intente no intentarlo, pues ello no deja de ser otra forma de actuar.
Considerando la disfuncionalidad esencial que envuelve la retórica del Ser Uno Mismo, ¿cómo es posible que esta idea haya gozado de tanta difusión? Un posible motivo que nutre este fenómeno es la influencia que todavía ejercen las ideas del romanticismo sobre el imaginario popular; el arquetipo del artista trágico, genial e incorregiblemente espontáneo permea gran parte de las sensibilidades contemporáneas y nos empuja en masa al rastreo de nuestra genial individualidad, siempre elusiva y caprichosa, siempre a la vuelta de la esquina.
"Me he dedicado una indecente cantidad de tiempo a la obscena tarea de «encontrarme a mí mismo»"
Cautivados por la radiante promesa de nuestra eventual singularidad, vivimos bajo la premisa de que contra más nos sumergimos en nuestro propio Yo, más capaces somos de encontrar paisajes nuncas vistos, diferentes, especiales, y auténticos. Personalmente, a lo largo de mi corta existencia he renunciado a todo tipo de compromisos y he cultivado con recelo una alergia patológica a la intimidad por miedo a que mi identidad acabe diluída, me he dedicado una indecente cantidad de tiempo a la obscena tarea de “encontrarme a mí mismo” con la esperanza de capturar esa versión última, genial y actualizada que presupongo constituye mi Yo Esencial. Y bien, si algo he aprendido en mis maratones de introversión, es que esta idea, en realidad, funciona precisamente a la inversa. Creo que contra más te entregas a indagar en el Yo más te asimilas con los demás y descrubres, paradójicamente, tu propia universalidad. Recurriendo a una cita taoísta que socorre esta idea: “Si quires serlo todo, acepta ser parte”, es decir, renuncia a tu individualidad, olvídate de Ti Mismo, y serás mundo.
Cómo la mayoría de cosas bonitas que existen sobre la faz del planeta Tierra, esta idea es útil y elevada precisamente porque es ridículamente frágil; intentar poner en práctica esta noción a mi personalmente me supone una jodienda por dos motivos fundamentales: El primero es que soy un adicto empedernido a mi mismo y la verdad es que sentirme único y especial de vez en cuando todavía me resulta vergonzosamente excitante. El segundo es que renunciar a tu individualidad en una sociedad neoliberal y turbonarcisista supone, cuanto menos, una actividad arriesgada.
ME EXPLICO:
Llevo ya algunos años esforzándome por dejarme de lado a Mi Mismo y convertirme en alguien más empático, compremetido y amable, algo que, a priori, puede parecer un objetivo muy loable, aunque esto me enfrenta a un problema, y es que la gran mayoría gente no está acostumbrada a ser el blanco de afectos desinteresados (yo, el primero). Para ilustrar hasta qué punto me descoloca la amabilidad ajena pienso en un juego sádico que acostumbro a practicar con una buena amiga: la Batalla De Cumplidos, un ritual oscuro que llevamos a cabo cuando nos cabreamos supinamente, y que consiste básicamente en apuntar de forma sincera las virtudes y bondades que vemos en el otro. Si realmente queréis hundir a alguien, prodadlo, los efectos resultarán devastadores.
Vivimos en tiempos extraños en los que intentar tender puentes de cordialidad hacia los demás es una actividad arriesgada que será inspeccionada bajo lupa ante la sospecha de los grandes rebeldes románticos, aquellos que solo son capaces de estudiar su propia trayectoria en el vector de las sonrisas ajenas. Aquellos que miran con extrañamiento cualquier acto que no responde a la lógica del cultivo de la individualidad deslumbrante y que, paradójicamente, necesitan por encima de todo un calor ajeno que suelen tachar de cándido u ingenuo.
Y yo mismo no me libro de mis propias sospechas; ante mis esfuerzos por intentar dejar de lado mi rebeldía individualista, taciturna y adolescente, me descubro preguntándome si mis intenciones son sinceras del todo o están infestadas de expectativas narcisistas, si pretendo acercarme a los demás o solo estoy interpretando otra pose para avanzar en la competición sorda del Yo. Aunque procuro ahuyentar este tipo de suposiciones y aferrarme a la idea de que busco humanizarme de forma genuina, porque, sino, pa qué. Aunque esta supuesta castidad de mis intenciones sigue sin facilitarme la tarea: tratar de renunciar a tu individualidad hoy en día equivale a quedarte tirado en la cuneta de la autopista que conduce al santo grial contemporáneo: la autorealización romántica.
Hay días en los que siento que el esfuerzo por dejarme un poco de lado resulta agotador, me entran ganas de volver a mi adolescencia, a aquellos tiempos en los que creía que el mundo todavía me estaba en deuda y en los que tenía alguna clase de motivo para estar cabreado con el universo y arremeter contra él mediante los embistes de mi genialidad trasnochada. Otros días me asalta la firme creencia de que no debo avanzar acontecimientos, que ya me convertiré en un maestro Zen de aquí a algunos años cuando el momento sea apropiado. Cuando tengo esta clase de días en que más me cuesta posicionarme, en los que no encuentro una manera fluida y pacífica de relacionarme con mi yo, dejo la idea en stand-by y me sostengo en aquello que dijo Jung de que la primera mitad de la vida sirve para construir el ego, y, la segunda, para deshacerse de él. ◊